Doce estrofas en pos del espárrago blanco

Oye, pues resulta que tenía en mi abrigo,

un abrigo deshilachado, todo este tiempo

una pila de palabras castellanas, crudas,

que un buen día, creo que fue en verano

buscando un cigarro, o tal vez un mechero,

oí charlar, como de parranda entre ellas,

y nada, las puse en la palma de mi mano

las mantuve allí, ojiplático, enfrente de mi,

y me quedé observando con atención como

rompían sus erres, esas olas castizas en roca

rodada, roída, o las eñes, que se ceñían todo

el rato como hostias a mano tendida,

y tal cual, que en cierto punto dije que

de dónde eran, de dónde venían, que si 

las había visto alguna vez, y una de ellas

que tenía frío, porque estaba habituada

a dormir en el abrigo, muy dicharachera,

me dijo que me fuese a freír espárragos

y yo, habituado a la famosa temporada

del espárrago alemán, fui a un puesto

de un mercadillo berlinés y me compré 

un kilo y medio de espárragos, así que,

una vez encontrados, pagados y freídos

saqué a la dicharachera, se lo enseñé y

se rio de mi. Eso es un espárrago blanco,

me dijo, chico, esos no se fríen, se hierven.

¿Tu no llevas un abrigo? Deberías saber eso.

Claro, las demás se partieron el culo, y yo

no sabía muy bien qué decir, así que dije

que no todos los espárragos son trigueros

y no les pareció divertido, sino muy triste

y en sus miradas vi algo como compasión,

conmigo, una sensación lamentable, pero

bueno, hacían un ruido y se interrumpían

con tanto brío que no pude llegar nunca

a defenderme, era yo el espárrago blanco

y ellos habían venido a freírme a risotadas 

insultándome a lo castizo, con palabras 

que uno halla en los recovecos de la RAE;

que si miscelánea, que si chiquilicuatro,

y lo peor de todo ya, insultos sociológicos, 

homo ludens, hibridismo, liquidillo, etc. pp.

pero vamos a ver! solté un grito como de

pantera hambrienta, como de esposa del

pobre Fernando VII, pero vamos a ver!

repetí ya en voz más bajita una vez se 

habían tranquilizado: que cojones hacíais

allí en mi abrigo me cago en… esto es un…

un sin Dios! Y se partieron la raja del culo. 

Esto es una perversión, una salvajada! Na,

allí, estaban, desparramadas en la palma

de mi mano, desvergonzadas, bramando, 

hasta que, en calma, me advirtieron de que

en verano no hace falta llevar abrigo.

Les di una sarta de lecciones morales que

no sabían ya ni que hacer con su gracia;

en serio, hice lo necesario, no paré de

lanzar mis verbos didácticos, de demostrar

la perfecta rectitud del kantianismo, de 

ampararme en la ley del espárrago blanco,

pero vi como se deprimían y se escondían 

una tras otra, y como se sentaban y

bostezaban, y como se ponían inquietas 

de tanto estar sentadas, como obligadas

a atender una ópera de Wagner de cinco

horas. Así que me callé, bostecé y desistí.

Me vieron y sonrieron. Ya deshidratado 

las metí de golpe en el bolsillo del abrigo y

les dije: hacedme un hueco. Ellas se echaron 

a un lado y yo me hice pequeño, lo más

pequeño que podía, y me acurruqué junto

a ellas, entre la tela, como un remiendo.

Borrador, Enero 19, 2016: Deberes por excursión al congreso 

Me imagino a más de cuarenta niños mal peinados entrando en el congreso y por primera vez en mi vida no me imagino a los diputados de Podemos (esto es una broma, por supuesto) sino a una clase de bachillerato, con niños de la edad de Iñigo Errejón y del bebé de Bescansa, todos ellos liderados por un profesor sin coleta y en vez de divididos en cuatro grupos, en dos clases.

Ipso facto, mientras me imagino a un periodista, lo veo; y no solo uno, varios, multitudes que rodean, con los micrófonos en alto y las libretas en mano a dos individuos subidos en una especie de estrato, o banco de piedra de un aspecto bastante incómodo, murmurando fechas y acontecimientos hacia sus adentros.

Y al fondo dos leones de bronce, uno de ellos famosamente sin testículos, ambos «fundidos con cañones tomados al enemigo en la Guerra de África en 1860», y junto a ellos dos policías nacionales -supongamos que ambos con testículos- frente a la fachada neoclásica del edificio, colocados allí a drede para vigilar a los cuarenta jóvenes revolucionarios que aumentan a 4 el nivel de alerta.

Ciertamente todo indica al primer día en el congreso.

Luego me imagino entrando, abriendo la boca como en el dentista para mirar al techo y observar tapices, inscripciones, molduras, pinturas, relieves, y lámparas que recordarían al Teatro Real. Entonces bajar la vista mientras camino y chocarme de frente contra un reloj de anticuario de Isabel II, un busto de mármol de Martínez de la Rosa, y un hombre hablando del sistema parlamentarista y sus diferencias del presidencialista, pronunciando Wulff como «Grvoulfp», un poco a lo Chiquito de la Calzada.

En seguida, tras atravesar un nuevo vestíbulo me sitúo con el resto de revolucionarios en el centro de un gran espacio de planta semiesférica escuchando con atención a las palabras de Chiquito, sin embargo, alguna que otra vez mirando con curiosidad al techo y a los cinco o seis agujeros de bala, para luego volver a bajar la vista, mirar los asientos e imaginarme a Suárez, tan relax, sentado en su asiento azul mientras el resto hace la croqueta, y a Carrillo y a toda la tropa.

No tardo un segundo para mirar al lado opuesto e imaginarme a dos cejas puntiagudas, y a Teresa Fernández de la Vega. Y mirar al frente y ver un Ipad y un Candy Crush por el último nivel mientras el shesheo se propaga por el hemiciclo. Y me digo: «madre mía, mi imaginación no me llega para tanto».

Y mientras lo digo los más de cuarenta revolucionarios ya se han subido a sus asientos y han ocupado la presidencia del congreso a modo de golpe de estado silencioso.

Antes de salir vuelvo a echar una mirada hacia el grueso techo que un viejo tricornio ha apuñalado. Y en cuanto me doy cuenta de lo irónico que resulta mirar hacia arriba, cuando estructuralmente, la sala en la que en me encuentro es lo más alto a lo que uno puede llegar sin haber nacido genéticamente borbón, vuelvo a mirar hacia delante y me vuelvo a chocar con alguien;

-Grvoulfp -dice. Y eso dicen todos cuando llegan aquí.

Abandonamos el edificio, y a la puerta nos esperan las cámaras de Antena 3, pero como ya nos conocemos el congreso y somos unos experimentados, atravesamos sonriendo, bien callados, sin pararnos a hablar con ningún periodista.

Y es curioso, e invoca a reflexionar. No hará falta que lo diga; que lo más interesante de la excursión me ha parecido el congreso; pues no he llegado a abarcar el resto de lugares. Sin embargo lo cierto es que el congreso fue lo que más me hizo reflexionar. Y fuera de cualquier ideología política, la importancia de un edificio como tal se comprende mejor cuando se entra.

Habitualmente solía pasar por allí sin pararme a pensar, pero dentro se respira; que la historia no es tan sólo un cuento a la lejanía sino un grabado presente, y que el origen de lo que hacemos, vemos y creemos está allí. Por tanto no necesito asegurar que la excursión, además de haberme parecido muy bien planteada, me ha sugerido mucho, porque es obvio.

Tal vez un ensayo de historia se pueda combinar bien con la poética y los novecentistas me aplaudirían; el simbolismo del congreso es brutal: el edificio reúne las cualidades de pasado, presente y futuro.

Borradores (2015?)

—Julio Aparicio Salgado. De mí recibirás la pluma, el escritorio, la biblioteca, y el polvo.
El notario cerró la carpeta que contenía el escrito.

Algunas personas ya habían salido a la terraza, a chuparse la nicotina de los dedos y, a pesar de mi ignorancia del tabaco, algo entre todo aquel bullicio me indicaba que debía salir afuera, al aire libre asfixiado, a asfixiarme libremente de humo negro. Pero no lo hice.

Era uno de esos días -cómo decirlo-, tediosos, desnudos y disecados; de vagas luces desalmadas al fondo; de vapor; de vidas invertidas, inhaladas, engañadas; de hombres, confusos y perdidos; de brazos cruzados.

¿De veras la biblioteca?

Aún recuerdo cuando volvía de mis largas vacaciones por la Patagonia, y cruzaba la verja verde del jardín, y la veía allí al fondo, con la alegría pintada en la cara y los brazos en alto. Aún la recuerdo joven, junto a Ernestina, ilusionada; la gran villa, los naranjos en el patio, el camino de tierra y grava, el muro almohadillado, el pasillo alargado de baldosas frescas, y al final de todo aquel trayecto la magistral biblioteca, de colores dorados, alzada y apoyada sobre escaleras de roble. Aún recuerdo Villa Aparicio, adolescente y primaveral, con sus veranos eternos, sus tardes insondables, y sus noches oscuras perdidas en lecturas de polvo. Y ahora que todo aquello era mío, algo me rechinaba. Aquel enorme favor testamental, y las corbatas negras, por ejemplo: Agustina nunca las hubiera querido allí.

—Julio, hijo.
Me decía en voz suave.
—Dime.
—Ha pasado mucho tiempo.
Casi no la recordaba. Ahora andaba encorvada sobre su bastón. Al verla, brotaban viejos perfumes: la imagen de sus delicadas manos haciendo zumo de naranjas. Una Ernestina adulta, madura, y silenciosa.
De nuevo la tenía junto a mi, susurrando el consuelo.

—Octavio me contó algo de tí.
Su voz se tambaleaba.
—¿Si?
—Si. Sigues viajando.
—La vida es un viaje.
—Estuviste en Rosario.
—Hace mucho tiempo.
—No te pasaste por la villa.

El trayecto de Aguamala a La Corve es estrecho. Lo encierran raíles de comercio, y lo cultivan ancianos avinagrados. Matías camina conmigo.
«Tienes miedo», afirma. Y tiene razón. Respondo echando el humo de la boca.
Han pasado varias noches desde Villa Aparicio: desde que Agustina me prestara aquel extraño libro que llevo conmigo a todas partes.

—Miedo a qué.
—¿Qué dices?
—Que a qué tienes miedo.
—A nada.
Él se limita a reír.
—Eres un llorón.

«Tengo miedo a que se acaben las páginas», pienso, pero no lo digo. Suena ridículo.

—¿Qué haces? —me pregunta.
—¿Pensar? —respondo yo.
—No.
Decido no responder más, por mucho tiempo.

Hace unos minutos, bien largos, casi nos matamos a puñetazos. Ahora hablamos como dos pedazo de niños. Pero siempre hacemos lo que nos apetece, y nadie nos puede decir nada, porque primero, no somos nadie, segundo, nadie nos conoce, y tercero, no somos nadie y nadie nos conoce. Y si nadie nos conoce no somos nadie. Y si no somos nadie nadie nos conoce. ¿Verdad? Sí. Es así.

“Se respira un aire como de Sinaí», estoy a punto de decirle. En cambio me resisto, callo, y sigo andando, y cada paso es una espina más. Necesito entretenerme con algo, distraerme, perderme, evadirme. Pienso. Recuerdo el día, el presente, el motivo, y cada detalle de aquel extraño viaje. Lo que había comenzado como ‘voluntario’ se transformaba en una especie de exilio.
¿Por qué?

Fue despertar por la mañana, oír gritos, sacar la cabeza del saco, y ver a un viejo agitar el bastón. Nadie nos quiere durmiendo en su jardín.

El día había comenzado zurdo, y parapléjico.

Me muero de ganas por leer.

—-

Todas las cabezas se agachaban con el trombón y las flores en la alfombra. Aquel enorme baúl se paseaba por la sala hasta llegar a la capilla. Malditas corbatas negras. Y como si nada hubiera pasado, cuando dieron las nueve todos fueron a sus casas, riendo, llenos de gracia y nicotina.

De pronto, cuando recogí las fuerzas suficientes para desprender la mirada del baúl, me di cuenta de que estaba solo, y que la capilla iba a cerrar, y que no tenia ni idea de qué hacer. Tenía que dormir en algún lado. También Ernestina. Había desaparecido.
Ernestina. No se alegró por verme de nuevo.

Me encontraba mal. No de salud. Simplemente no me encontraba. No sabía dónde estaba. Algún viejo de correa negra -o corbata, como suelen llamarlo- me había abandonado. Perro. Eso es lo que era. Un perro mal domado. Un viejo avinagrado.

—-

La tarde se declina. Entre ambos decidimos buscar un sitio en el que acampar, y montar la tienda, y descansar, de una vez por todas. Estamos agotadísimos. Muertos sería decir poco.

De pronto decimos «acá», al unísono, y extraemos las cosas de la mochila. La noche se está asentando

[Reto: Cambiar el orden cronológico. Hacer que sea primero funeral, luego viaje. Enfatizar en el libro prestado]

Borradores, Sept. 13, 2014, «To burlao»

Es difícil escribir cuando uno va borracho pero se intenta.

Wolfram, un muchacho alemán, rubio y de ojos azules, llegó a las seis en punto a casa, obviamente de la madrugada. Su madre le dijo que había bebido demasiado. Él lo negaba.
—¡¿Como voy a haber bebido demasiado si me puedo mantener tumbado en las escaleras?!
Su madre, harta e histérica, subió las escaleras y se fue a dormir. Mientras tanto, él, en perfecto estado, decidió conscientemente dejarse rodar escaleras abajo. De alguna que otra forma cayó encima del gato, el cual maulló, recorrió medio salón, y se paró junto al canapé para limpiarse, es decir, chuparse la cola… y todo aquello que no es la cola. El motivo principal era que, una o dos horas antes, Wolfram, «en perfecto estado», se había ensuciado de cerveza al caer al suelo en el Oktoberfest, y al bajar, intencionadamente, rodando las escaleras —y atropellando al gato—, había manchado a la pobre criatura. Por lo tanto, Bräu —el gato—, al limpiarse, acabó chupando cerveza, y lo que sigue es imaginable.
Wolfram y Bräu, ambos en «perfecto estado», acabaron tirados en el sofá.

Cuando despertó la madre para ir al trabajo se encontró con dos manchas, de diferente tamaño y color, en la alfombra. Una con restos de salchichas y litros de cerveza, la otra con pelo, pelo, pelo, y más pelo, y cerveza.

Also Sprach: Erysichthon

Also sprach! (Link: Erysichthon)

(alles

nur um etwas zu sagen (irgend

etwas

(ein

Leben lang schon

(ein
Leben lang schon (backe ich

(dieses
eine Brot

(und
immer noch (schleppe ich

(diese
Mehlsäcke rum

(und
immer noch (hungre ich

(um
dies zu öffnen

(um

dies zu schließen

(ich

verschließe mich

nur selbst (nur

weiter in mich

(habe ich mich

verschloßen

(und
andauernd falle (ich

(auf
mich rein

(und
wie (müde falle ich

(in
mich ein

(ich
öffne jeden Schrank (ich

(hungre
jeden Tag

Borradores: Dimitris, 2018

Cuando llegué al pueblo de Dimitris, después de caminar cerca de ocho kilómetros, ya había comenzado a anochecer, y el sol se escondía entre las dos montañas. No sabía donde estaba, porque no sabía adónde iba. Nunca. Pero a mis pies tenía unas vistas hermosas a la delgada línea del mar y al lejano monte Parnaso, así como a un lago en el que pocas horas antes me había estado deleitando con El tambor de hojalata de Günther Grass. El viaje estaba siendo una gozada. Transcurría tal y como lo quería: Caminando solo durante horas. Caminando. Solo. Cantando y fotografiando curiosidades, detalles elementales, rostros, miradas, escenas que saltan a la vista. Apuntando pensamientos y ocurrencias en mi diario. Dibujando, rimando poemas, debatiendo conmigo mismo, y riéndome de mis chistes.

Llevaba todo el viaje caminando. Tanto, que incluso los habitantes del poblado se, de verdad, asustaban. El mismísimo día anterior una mujer anciana (en este lugar solo hay ancianos) quiso prohibirme el seguir andando, porque según ella el siguiente poblado estaba a dos días, e ir andando hasta el siguiente pueblo no tenía sentido, ya que, como su hijo lo había bautizado, aquel lugar era un Far-Away-Land. Pero fui andando, porque quería llegar al lago, y llegué, afortunadamente, sin antes dejarme invitar a una jarra de vino y a unas aceitunas por unos locales en un bar aislado. Y después del lago, llegué a otro pueblo, y me senté en la barra de un local decorado horriblemente y que chirriaba por sus adornos a la moderna, como hipster-desmanotado, como intentando ser chic mediante la plastificación de las paredes con colores acuchillantes. Allí, en la barra, un borracho me invitó a un café griego. Tenía el rostro agrietado y la nariz bukowskiana, y hablaba como habla un sapo. Al despedirnos, recuperó un poco de fuerzas para levantarse, aún tambaleándose, y darme un abrazo. Chapurreó unas últimas palabras en griego, irreconocibles.

Y desde entonces había estado caminando, aún sin rumbo, de un poblado a otro, con las piernas romas y jóvenes, con ilusiones y ganas de ver más y conocer más, sintiendo el calor del sol esconderse a mis espaldas y mi sombra crecer paso a paso. Y cuando llegué al pueblo de Dimitris ya había comenzado a anochecer. ¿Y quién es ese Dimitris? ¿Quién es?

Pues la verdad es que yo aún no conocía a ningún Dimitris. Había llegado a este lugar con la promesa de una cena caliente, sopa, «cocido» y membrillo de postre; promesa dada por una anciana con las siguientes palabras: «Si llegas a mi pueblo, ve a la casa que hay junto a la iglesia y grita María varias veces». No tenía timbre. Y en el pueblo no había una iglesia, sino dos, y además un monasterio. Vivirían allí más o menos veinte personas. Redondeando hacia arriba. Y no supe donde gritar María, por ello, dejé mi mochila a un lado para fumarme un cigarrillo y tomar un descanso para apuntar algo en mi cuadernillo.

Hacía un viento cojonudo. Las ramas a mi alrededor se agitaban turbulentas, y las fachadas de los edificios se pintaban de oscuro segundo a segundo que pasaba. Segundo a segundo. ¿Y el cigarrillo? Qué cojones. Yo no había fumado. El cigarrillo se había es-fumado. El viento se había fumado mi cigarrillo, y el cabrón, de pasó, me dejó un regalillo: frío en las manos. Pero nada de aquello me preocupaba. El pueblo fantasmal animaba mis ánimos por su belleza indefinible. Eliminaba mis preocupaciones. ¡Qué digo! ¿Preocupaciones? Llevaba varios días sin esa enfermedad, sin ese virus, sin esa cosa que llaman preocupaciones, y eso que no tenía un lugar donde dormir y las nubes gritaban «¡lluvia va!». Lo mío era caminar y dejar la marca en mi camino. «Y hoy» -estaba decidido-, «dejaré mi marca en este pueblo». Y da la cosa que, por cosas del destino, a veces las cosas vienen inesperadamente para iluminar los huecos de sombra en nuestra vida. Y aquel día la luz se llamaba Dimitris.

Borradores. «No es lo mío jajajajaja», Mayo 2018

No es lo mío.

No es lo mío escribir

no es lo mío el arte

no es lo mío pensar.

No es lo mío la fotografía

ni las lenguas

ni la arquitectura

la biologia

la medicina…

La ciencia en general.

Las humanidades tampoco son lo mío

-ni querría estar todo el día hablando sobre eso-

la sociologia

la etnologia

el trabajo social

no son lo mio.

No es lo mío seguir el rollo.

No me siento cómodo.

Soy material de descalzo

material de vagabundo

material de persona non grata

material de desaparecido

de nauseabundo

material que no está hecho para este mundo.

No es lo mío aquí

y ahora.

Tal vez lo sea en un futuro pero ahora no es lo mío

trabajar

levantarme todos los dias con una rutina

hacer los ejercicios para la universidad

respirar y respirar

vivir por seguir viviendo.

Qué cojones la música tampoco es lo mío

toco dos notas

y las olvido

toco dos notas

y las olvido.

Sí, la música es bonita

el arte es hermoso

la vida es hermosa

joder el mundo es único

respirar es único

estar vivo es único.

Es único tener dinero y vivir en este lugar en este mundo.

Es único tener dinero y vivir en este lugar en este mundo.

Es único disponer de tanta cultura

de tanto acceso

a las universidades

a las bibliotecas

a la sabiduría

a la ciencia

a la poesía

al microcosmos y al macrocosmos

sí, es único joder, pero no es lo mío.

¿Por qué?

Porque no soy capaz de jugar

al juego humano

de seguir el rumbo

mantener el ritmo

el tacto

y jugar, no joder,

no es lo mío jugar simplemente como tal

no es lo mío ir al curro o a la universidad

sin sentirme atrapado

sin perder la maldita cabeza

sí, pierdo la maldita cabeza porque estoy atrapado

y porque sé que todo lo que hago es irreflexivo y cansado

-Ufff-

y que no tiene puto sentido.

Esa sensación, ese sinsentido, ese vacío…

¿Cómo describir ese vacío?

Es más o menos como cuando uno toca un pieza de música

-o la escucha-

y se acaba

y vuelve a casa silbando esa melodía

pero ya no la alcanza

ya no la tiene en la cabeza del todo

toca una o dos notas

y luego las olvida

toca una o dos notas

y luego las olvida.

Eso que falta

y que no cubre el vacío

es la nota que estás tocando

es tu acción y lo que ella repercute en tu mundo

la acción que has de hacer y que haces por mantener la melodía viva

es la acción que te cansa

porque te obliga a participar

que te gusta pero no entiendes

la criticas

pero no la entiendes

sigues tocando

pero no entiendes

sigues jugando

pero no

sigues y…

tal:

no es lo mío.

Borradores (2018?)

Soy un lagarto pero me gusta buscar la sombra.

Parece que ha vuelto el sol a Berlín. Y ha vuelto con fuerza, al fin, de su largo retiro, de su buen descanso, de sus meses sabáticos (creo que) en las Maldivas. Aterrizó hace unas semanas en el aeropuerto y entró en taxi, sorprendiéndonos a todos, pero aún así le dimos, por supuesto, una cálida bienvenida.

Los primeros días fueron divertidos y tal, pero no sé.

Poema musical: ¿Acaso pretendes que me ría?

Un pequeño experimento musical para acompañar la lectura de un poema. Recomiendo leerlo sin prisas. Los segundos recomendados están entre paréntesis y deberían de servir como guía para leerlo al ritmo «perfecto». Está compuesto para que funcione y funciona. Puede ser complicado pero funciona, lo prometo.

¿Acaso pretendes que me ría?

(0:24)

¿Qué es esa envidia que se pinta en tu rostro?

A tu cara le falta música.

Ese asqueroso sonido del sónar a lo lejos…

¿De verdad lo quieres?

¿Lo oyes maullar?

¿Escuchas como pita?

¿Y de verdad lo quieres escuchar?

¿Para qué?

¿Para alcanzar a algún submarino lejano que salga a tu encuentro?

¿De verdad crees que esa miseria en la que caes te va a ayudar en algo?

Caes grave,

cada vez más grave.

Hondo.

Profundo.

¿De verdad lo quieres?

¿A quién le murmullas?

¿Con quién hablas?

¿De qué te ríes?

No bajes más.

Nadie saldrá a tu encuentro.

Te quedarás solo con el sónar y ese aullido monocromo que esparces por las aguas submarinas.

¿No ves que te ríes sólo?

Nadie vendrá a saludarte.

Estáis tu y tu voz

tu propia conversación

tus risas que piden ayuda.

¿Y acaso pretendes que me ría?

Dime.

¿Acaso pretendes que me ría?

¿Crees que me hace gracia tu tremendo fracaso?

Me das asco

Me das maldito asco.

¡Cállate!

Cállate y escucha…

(1:37)

(1:50)

¿Lo oyes?

Tu música esta suspirando.

Respiras a través de tu música.

Aunque no la escuches ahora, siempre estará latente.

¿Que aborreces el sónar? ¡Déjalo!

¿Qué amas los truenos? ¡Dáte truenos!

Respira a través de la música.

Cada sonido que expires intenta saborearlo mientras gimes.

Una rueda girando.

Las cadenas chirriando.

Los charcos rompiendo.

La tormenta abriéndose paso ante tus ruedas.

Tus pantalones se calan.

Tus labios inhalan.

Tus sollozos se apagan.

(2:30)

(2:33)

Ahora todo te viene a la cabeza, ¿eh?

Dolor de tripa.

Enfermedad.

Tristeza.

Melancolía.

Te duele el «podría» porque no lo puedes.

Pues tienes un verdadero problema.

Ese sueño que sueñas cae del cielo como una maceta para destrozarte el cráneo.

Caes al suelo.

La cabeza aplastada contra el asfalto.

Tus ojos a la altura de una hormiga.

¡De una hormiga!

No tienes valentía, solo envidia.

Ya veo, ya.

En verdad te gusta esa miseria en la que te estás cavando.

Ni te esfuerzas para salir de ella.

Y ahora vuelves a murmurar para tranquilizarte.

Lo ignoras todo.

Casi parece como si te gustase la miseria.

¿Quieres hundirte en tu miseria para castigarte?

Que asco.

Te gusta el túnel sin salida.

Los kilómetros y kilómetros de vacío.

La negrura del mar.

La soledad der océano.

La amargura del sónar.

Pues lo que tienes es un problema.

¿Crees que murmurar va a salvarte?

Ningún submarino saldrá a tu encuentro.

Tu música es la soledad.

La queja sin solución.

Tu viaje es un murmullo

que escucha

y muere.

Escucha.

Muere.

(3:50)