Oye, pues resulta que tenía en mi abrigo,
un abrigo deshilachado, todo este tiempo
una pila de palabras castellanas, crudas,
que un buen día, creo que fue en verano
buscando un cigarro, o tal vez un mechero,
oí charlar, como de parranda entre ellas,
–
y nada, las puse en la palma de mi mano
las mantuve allí, ojiplático, enfrente de mi,
y me quedé observando con atención como
rompían sus erres, esas olas castizas en roca
rodada, roída, o las eñes, que se ceñían todo
el rato como hostias a mano tendida,
–
y tal cual, que en cierto punto dije que
de dónde eran, de dónde venían, que si
las había visto alguna vez, y una de ellas
que tenía frío, porque estaba habituada
a dormir en el abrigo, muy dicharachera,
me dijo que me fuese a freír espárragos
–
y yo, habituado a la famosa temporada
del espárrago alemán, fui a un puesto
de un mercadillo berlinés y me compré
un kilo y medio de espárragos, así que,
una vez encontrados, pagados y freídos
saqué a la dicharachera, se lo enseñé y
–
se rio de mi. Eso es un espárrago blanco,
me dijo, chico, esos no se fríen, se hierven.
¿Tu no llevas un abrigo? Deberías saber eso.
Claro, las demás se partieron el culo, y yo
no sabía muy bien qué decir, así que dije
que no todos los espárragos son trigueros
–
y no les pareció divertido, sino muy triste
y en sus miradas vi algo como compasión,
conmigo, una sensación lamentable, pero
bueno, hacían un ruido y se interrumpían
con tanto brío que no pude llegar nunca
a defenderme, era yo el espárrago blanco
–
y ellos habían venido a freírme a risotadas
insultándome a lo castizo, con palabras
que uno halla en los recovecos de la RAE;
que si miscelánea, que si chiquilicuatro,
y lo peor de todo ya, insultos sociológicos,
homo ludens, hibridismo, liquidillo, etc. pp.
–
pero vamos a ver! solté un grito como de
pantera hambrienta, como de esposa del
pobre Fernando VII, pero vamos a ver!
repetí ya en voz más bajita una vez se
habían tranquilizado: que cojones hacíais
allí en mi abrigo me cago en… esto es un…
–
un sin Dios! Y se partieron la raja del culo.
Esto es una perversión, una salvajada! Na,
allí, estaban, desparramadas en la palma
de mi mano, desvergonzadas, bramando,
hasta que, en calma, me advirtieron de que
en verano no hace falta llevar abrigo.
–
Les di una sarta de lecciones morales que
no sabían ya ni que hacer con su gracia;
en serio, hice lo necesario, no paré de
lanzar mis verbos didácticos, de demostrar
la perfecta rectitud del kantianismo, de
ampararme en la ley del espárrago blanco,
–
pero vi como se deprimían y se escondían
una tras otra, y como se sentaban y
bostezaban, y como se ponían inquietas
de tanto estar sentadas, como obligadas
a atender una ópera de Wagner de cinco
horas. Así que me callé, bostecé y desistí.
–
Me vieron y sonrieron. Ya deshidratado
las metí de golpe en el bolsillo del abrigo y
les dije: hacedme un hueco. Ellas se echaron
a un lado y yo me hice pequeño, lo más
pequeño que podía, y me acurruqué junto
a ellas, entre la tela, como un remiendo.